TEATRO: The Pillowman (reseña)

Por Javier Pérez

Enrique Arce, Pablo Perroni y Pierre Louis en una escena de The Pillowman. Fotos: cortesía PinPoint

La atmósfera tiene un toque que alude al deterioro, a la frialdad de una prisión sin escape, a una opresión intolerante. Y más cuando en escena aparecen un par de uniformados que interrogan a un hombre con desparpajo.

Pronto se sabe que el hombre es un escritor al que se le imputan tres crímenes horrendos debido a que éstos han seguido a rajatabla las historias de sus cuentos. Lo que lo vuelve el principal sospechoso es que esos relatos han estado guardados en su casa pues solo ha publicado uno de los cientos que ha escrito.

Pero hay algo en The Pillowman que no encaja con la atmósfera opresiva que intenta mostrar. Y aunque la obra del dramaturgo irlandés Martin McDonagh (por cierto, guionista del excepcional filme Tres anuncios por un crimen, de 2017) desborda de humor, hay un toque demasiado pulcro en esta versión dirigida y traducida por Miguel Septién que se presenta en el Foro Lucerna todos los jueves a las 20:30 horas hasta el 3 de octubre.

Hay una limpieza excesiva en la escenografía de Félix Arroyo. El descuido de los muros es de un perfeccionismo abrumador, el cual reduce el efecto de deterioro, social y de la justicia, que debería mostrarse a lo largo de la obra, en especial durante el interrogatorio que hacen los detectives Ariel (Enrique Arce Gómez) y Topolski (Pablo Perroni) a Katurian (Pierre Louis) y a su hermano mayor Míkal (Alfonso Borbolla), quien padece un trastorno mental.

Llevada con vertiginosidad verbal durante su primer acto, la obra tiene una fortaleza brutal por aquello que se relata. Imágenes poderosas que se crean en la mente de cada espectador de acuerdo con su propia imaginación, las cuales adquieren mayor fortaleza por el humor negro que surge en cada instante. A la oscuridad de las historias ficticias que ha escrito Katurian, de las que se siente orgulloso y de las que se van contando algunas a lo largo de la obra, se suma la oscuridad de lo que ha ocurrido en el pueblo sin nombre en el que ocurre la acción, que a su vez pertenece a un Estado totalitario y aparentemente militarizado.

La escenografía tiene pocos elementos (tres sillas, un escritorio con algunos objetos encima, un estante, una consola con una caja de donde sacan las hojas con los cuentos). Sin embargo, McDonagh logró darle una inquietante movilidad a partir de una de las fortalezas del teatro: el poder de los diálogos. Perroni, Arce y Louis consiguen generar los altibajos de sus personajes con soltura y funcionalidad, a pesar de que Perroni, también productor de la puesta en escena, queda a nada de desbarrancarse en la exageración. Louis logra pasar con naturalidad del histerismo propio de su situación a la calma más inquietante, que alude a su frialdad.

El segundo acto, cuando los hermanos se encuentran en la sala adjunta de interrogatorios adonde sucede la acción del primero, tiene un toque más humorístico a pesar de lo que se descubre. Borbolla crea un personaje caricaturesco pero convincente, un hombre de dudosa ingenuidad que podría estar fraguando una venganza fratricida en su aparente bonhomía. La escenografía tiene un cambio –una reducción lograda a partir de paredes móviles– solucionado con eficacia a partir de un relato que se introduce a la trama en el que se habla de la Madre (Andrea Biestro) y el Padre (Josué Guerra) de los hermanos y que es representado en escena como si los actores fuesen marionetas, resaltando los elementos sardónicos que a su vez funcionan como contundentes comentarios críticos acerca de la opresión de las instituciones (la familia, el Estado, la sociedad) sobre los individuos sin que estos se expliciten.  

Para el tercer acto, al que se llega después de un breve intermedio en esta obra de casi tres horas de duración, la obra naufraga. Al perder los elementos de humor negro que habían guiado los dos primeros actos, el drama pierde contundencia. Los temas de la opresión, de la injusticia y la creación de culpas y culpables se vuelven explícitos pero endebles. Las historias protagonizadas por niñas, interpretadas ambas por María Perroni, no terminan de encajar con el ritmo y el tono conseguidos en los primeros dos tercios de la obra. Y el final acaba disminuido en su potencia, que pintaba para mucho más. La escenografía de Arroyo, a pesar de su exagerada pulcritud, vuelve a brillar por su funcionalidad minimalista. La música de Dano Coutiño es lo suficientemente efectiva como para no notarse pero sí para puntualizar algunos momentos.

Al final, el panorama es desolador: el hombre almohada, cuya misión era protegernos, nos deja a merced del sufrimiento provocado por un sistema al que no le interesa nuestra felicidad. Una realidad que es mucho más macabra que cualquier tenebrosa ficción que imaginemos.

The Pillowman
Foro Lucerna, Lucerna 64, Juárez, CDMX. Ju 20:30 h, $500

Comentarios

Entradas populares